Hay cola en la
carnicería. No es mi establecimiento habitual de compra, pero parece tener buen
género y, volviendo a casa paseando, he decidido que cocinaré pasta boloñesa.
Soportaré la cola, me digo.
Pido la vez, expresión
que siempre me pareció algo surrealista. “¿Quién da la vez?”, pregunto con actitud dieciochesca, acariciando el ala de mi sombrero y a punto de
desenvainar mi florete. Nadie responde. “¿Quién es el último?”, insisto… Nada;
la cola está enfrascada en una conversación sobre un tema de candente
actualidad.
No es discusión ni
debate; hay acuerdo. Es como cuando los aficionados y seguidores de un equipo
de fútbol hablan, suplantando al entrenador, diciendo que habrían hecho ellos
para evitar la debacle sufrida en el último encuentro; todos ellos son unánimes
en cuanto a la versión de patriotismo doméstico que les supone el amor a los
colores y el escudo de su club de fútbol que es, para ellos, seña de identidad
de la que dotarse.
Esta conversación que
enardece fervorosa por momentos es algo parecido, solo que en lugar de
entrenadores son responsables políticos con los más altos poderes ejecutivos. Y
hablan de qué harían ellos dadas las circunstancias… El patriotismo que
abandona el terreno superficial y casi siempre inocente de un deporte
espectáculo, y se introduce en las cavernas de la unívoca identidad colectiva
que suplanta cualquier otra filiación personal que pueda ofrecer alguna
singularidad.
El carnicero está
atareado introduciendo trozos de cerdo y vaca en una máquina de picar carne.
Parece no estar atento a lo que habla su clientela; pero no es así. De pronto
gira la cabeza para mirar al público…
Tras de su mostrador -que
tiene el suelo elevado con respecto al resto del establecimiento-, con su
guante de cota de malla enfundando la mano izquierda, teniendo ante sí
expuestas en el interior de una vitrina frigorífica, las más diversas piezas de
carne y vísceras de distintos animales y guarnecida su espalda por una veintena
de patas secas de cerdo, infunde cierto respeto.
Comienza a hablar como un
clérigo en su púlpito. Los feligreses callan y escuchan.
“Pues si persisten en su
actitud mandaremos al ejército para que ponga las cosas en su sitio”. Hace una
pausa para introducir más carne en la máquina, mientras hace ademán con su mano
izquierda enguantada en cota de malla, de que su homilía no ha concluido.
Recoge la carne conforme va siendo picada en una bolsa de plástico. Cae de una
manera flácida a través de un tubo con numerosos agujeros. La vuelve a
introducir en la picadora para darle un acabado más fino. La carne vuelve a
caer masticada de nuevo por la máquina en el plástico estómago. Observo la cara
del carnicero que presenta un gesto hosco; pelo ralo y cano cortado a cepillo sobre una frente
fruncida por la mirada de quien reacciona con hostilidad cuando su alma ha sido
herida. "Hay que mandar al ejército". Recuerdo su tono de voz airado mientras la
carne sigue cayendo, como deglutida, en la bolsa plástica. Él
continúa hablando:
“Es que para eso tenemos
leyes. Hay cosas con las que no se debe jugar. Esto es un golpe de estado y
tenemos herramientas para poder combatirlo…” Claro, luego se quejan si hay
heridos, y no te digo nada cuanto iban a llorar si se buscan consecuencias más
graves…” Y continúa perorando en esa línea.
Vuelvo a pedir la vez. Me
responde un anciano que atiende el discurso del carnicero con aprobación. Me
dice, como si le molestara que le hubiese distraído: “El último soy yo”.
Mientras pido mi turno,
una mujer toma la palabra. Su tesis es que el gobierno se muestra pusilánime y
que debía haber mandado al ejército hace mucho tiempo. En esto también parece
haber unanimidad.
Entra más gente que, a su
vez, piden la vez. Los que habían sido atendidos se marchan. Al verse
continuamente renovada la feligresía, la conversación, sin discordias, se
reitera una y otra vez, siempre trabada por las pontificaciones del carnicero
en su púlpito.
Llega mi turno. Compro
carne picada para mi boloñesa. No abro la boca. Me entrega mi bolsa de carne
doblemente picada y un papelito para que abone en la caja el precio de mi
mercancía.
Me voy sumido en
pensamientos desordenados: que este carnicero manejaba muy bien la máquina de
picar carne; que era muy grave que la humanidad sólo sepa desde que existe
solucionar conflictos usando esta máquina; que hasta aquellos que, por fe
religiosa, hablan de amor al prójimo la utilizan para dirimir sus diferencias
sobre qué Dios es el verdadero o sobre que secta, dentro de su mismo culto,
sustenta el dogma más razonable.
Pensando este tipo de
cosas me marcho a casa. Al llegar me espera el noticiario radiofónico con
novedades sobre las últimas actuaciones de la máquina de picar carne.
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