jueves, 8 de febrero de 2018

La máquina de picar carne.





Hay cola en la carnicería. No es mi establecimiento habitual de compra, pero parece tener buen género y, volviendo a casa paseando, he decidido que cocinaré pasta boloñesa. Soportaré la cola, me digo.

Pido la vez, expresión que siempre me pareció algo surrealista. “¿Quién da la vez?”, pregunto con actitud dieciochesca, acariciando el ala de mi sombrero y a punto de desenvainar mi florete. Nadie responde. “¿Quién es el último?”, insisto… Nada; la cola está enfrascada en una conversación sobre un tema de candente actualidad.

No es discusión ni debate; hay acuerdo. Es como cuando los aficionados y seguidores de un equipo de fútbol hablan, suplantando al entrenador, diciendo que habrían hecho ellos para evitar la debacle sufrida en el último encuentro; todos ellos son unánimes en cuanto a la versión de patriotismo doméstico que les supone el amor a los colores y el escudo de su club de fútbol que es, para ellos, seña de identidad de la que dotarse.

Esta conversación que enardece fervorosa por momentos es algo parecido, solo que en lugar de entrenadores son responsables políticos con los más altos poderes ejecutivos. Y hablan de qué harían ellos dadas las circunstancias… El patriotismo que abandona el terreno superficial y casi siempre inocente de un deporte espectáculo, y se introduce en las cavernas de la unívoca identidad colectiva que suplanta cualquier otra filiación personal que pueda ofrecer alguna singularidad.

El carnicero está atareado introduciendo trozos de cerdo y vaca en una máquina de picar carne. Parece no estar atento a lo que habla su clientela; pero no es así. De pronto gira la cabeza para mirar al público…

Tras de su mostrador -que tiene el suelo elevado con respecto al resto del establecimiento-, con su guante de cota de malla enfundando la mano izquierda, teniendo ante sí expuestas en el interior de una vitrina frigorífica, las más diversas piezas de carne y vísceras de distintos animales y guarnecida su espalda por una veintena de patas secas de cerdo, infunde cierto respeto.

Comienza a hablar como un clérigo en su púlpito. Los feligreses callan y escuchan.

“Pues si persisten en su actitud mandaremos al ejército para que ponga las cosas en su sitio”. Hace una pausa para introducir más carne en la máquina, mientras hace ademán con su mano izquierda enguantada en cota de malla, de que su homilía no ha concluido. Recoge la carne conforme va siendo picada en una bolsa de plástico. Cae de una manera flácida a través de un tubo con numerosos agujeros. La vuelve a introducir en la picadora para darle un acabado más fino. La carne vuelve a caer masticada de nuevo por la máquina en el plástico estómago. Observo la cara del carnicero que presenta un gesto hosco; pelo ralo y cano cortado a cepillo sobre una frente fruncida por la mirada de quien reacciona con hostilidad cuando su alma ha sido herida. "Hay que mandar al ejército". Recuerdo su tono de voz airado mientras la carne sigue cayendo, como deglutida, en la bolsa plástica. Él continúa hablando:

“Es que para eso tenemos leyes. Hay cosas con las que no se debe jugar. Esto es un golpe de estado y tenemos herramientas para poder combatirlo…” Claro, luego se quejan si hay heridos, y no te digo nada cuanto iban a llorar si se buscan consecuencias más graves…” Y continúa perorando en esa línea.

Vuelvo a pedir la vez. Me responde un anciano que atiende el discurso del carnicero con aprobación. Me dice, como si le molestara que le hubiese distraído: “El último soy yo”.

Mientras pido mi turno, una mujer toma la palabra. Su tesis es que el gobierno se muestra pusilánime y que debía haber mandado al ejército hace mucho tiempo. En esto también parece haber unanimidad.

Entra más gente que, a su vez, piden la vez. Los que habían sido atendidos se marchan. Al verse continuamente renovada la feligresía, la conversación, sin discordias, se reitera una y otra vez, siempre trabada por las pontificaciones del carnicero en su púlpito.

Llega mi turno. Compro carne picada para mi boloñesa. No abro la boca. Me entrega mi bolsa de carne doblemente picada y un papelito para que abone en la caja el precio de mi mercancía.

Me voy sumido en pensamientos desordenados: que este carnicero manejaba muy bien la máquina de picar carne; que era muy grave que la humanidad sólo sepa desde que existe solucionar conflictos usando esta máquina; que hasta aquellos que, por fe religiosa, hablan de amor al prójimo la utilizan para dirimir sus diferencias sobre qué Dios es el verdadero o sobre que secta, dentro de su mismo culto, sustenta el dogma más razonable.

Pensando este tipo de cosas me marcho a casa. Al llegar me espera el noticiario radiofónico con novedades sobre las últimas actuaciones de la máquina de picar carne.





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