Delante de mí, en el
autobús, estaba sentada una joven pareja que se pasaban de uno a otra una
pequeña niña, que no llegaría a tener dos años y mascaba, intranquila y
nerviosa, un chupete. Llevaba la pequeña su escaso pelo recogido en dos
ridículas coletas y vestía llamativa ropa de Disney.
En un momento dado, mientras
se disputaba el partido de tenis en el que ella era pelota, se aquietó.
Fue porque se quedó
mirándome por encima del hombro de su padre, tal vez atraída por el sombrero
negro de fieltro que lucía encajado en mi cabeza. Dejó de mascar el chupete,
relajó su boca y me miró con profundidad a los ojos, con ternura. Los ojos del
Mickey Mouse que, jalonado de brillantinas, adornaban su pecho, me miraban
burlones.
Los padres comenzaron a
discutir entre ellos de sus cosas haciendo continuas referencias a terceros,
con tono que se airaba por momentos, nada amoroso; de manera altisonante y
malhablada.
La niña volvió a
intensificar el uso de su chupete inquietándose de nuevo. Su progenitor giró la
cabeza, de lustroso pelo repeinado con mucha gomina, hacia la ventanilla con
hastío y expresión hosca y la madre comenzó a hacerle carantoñas y a pronunciar
una profusión de zalamerías con tono infantil mientras le pellizcaba con suavidad
la barbilla. Le mostraba caras que variaban entre un simpático payaso y una
marioneta del muñeco diabólico en curiosa conjunción. Le dijo: “Sabes que la
mama te quiere mucho”. “¿Sabes cuánto te quiere la mama?”. La criatura negaba
con la cabeza mostrando un rostro vacuo que no dejaba de mascar el chupete con
ímpetu. El padre continuaba ignorando a sus acompañantes, parecía muy enojado. “Pero
tú sabes que mama te quiere mucho”, reiteró la mujer con iguales gestos,
carantoñas y tono de voz. Su hija seguía negando con el movimiento de su
cabeza. “Pues entonces me callo y no digo na”, apostilló su madre, mutando su
rostro y su voz hacia la tristeza. La niña asintió.
Sentí un flechazo de
admiración hacia esta casi bebé. Me quité el sombrero de forma literal. La niña
sonrió mirándome de nuevo.
Se apeó esta familia en
una parada anterior a la mía. Les esperaba una mujer con innegable parecido a
la madre, más entrada en años. Cuando descendieron observé, a través de la
ventanilla del bus, como la niña era obsequiada por parte de su abuela, con una
nueva tanda de diversos arrumacos, carantoñas y zalamerías, diversificando por
todo su pequeño cuerpo, el lote de pellizcos.
Ella seguía negando…
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