lunes, 12 de febrero de 2018

Excesos


De buena mañana me desperté con la sensación de haber recibido un golpe en la frente. Justo cuando estaba soñando que llegaba a una paradisíaca isla en la que iba a instalarme durante mucho tiempo, alejado de toda rutina, preocupación y tarea, en compañía de mi amada compañera. Como decía, un fuerte golpe en la cabeza me devolvió a la realidad.
Fue el despertador que saltó sobre mí para decirme que debía levantarme. Al mismo tiempo que abría un ojo con soberana frustración por alejarme del paraíso, pude ver, por el rabillo de éste, como el reloj volvía a su lugar habitual en la mesilla de noche. Este era, sin duda, el final del sueño; así había vuelto a la realidad, pensé. Sin embargo, todavía sentía en mi frente el eco de haber sido golpeado.
Me levanté. Nada que reseñar hasta el momento que encendí la tostadora e introduje dos rebanadas de pan de molde en la ranura.
Al cabo de pocos minutos, fueron eyectadas con tal virulencia que se estrellaron contra el techo. Como además se habían quemado -había presumido su carbonización al percibir cierto olor a chamusquina mientras preparaba el café, sin que me diese tiempo a reaccionar- al golpearse se quebraron en pedazos; una lluvia de carboncillos de pan.
Cogí la escoba y barrí el desaguisado producido en el suelo. En ello estaba cuando la cafetera explotó. Se habrá taponado o atorado la válvula de seguridad y, como la llené demasiado de café muy apretado, habrá cogido demasiada presión y reventado por ello, pensé esta vez…
Por suerte me pilló la explosión alejado de la hornilla, evitándose, por este azar -segundos antes estaba barriendo frente a ella-, lesiones y que algo de mi piel se escaldara.
Ante tanta anomalía decidí irme a desayunar al bar y limpiar a la vuelta este nuevo estropicio, ya con mejor humor y salido del ayuno.
Me vestí, pues todavía andaba en pijama y pantuflas.
Al vestirme con un suéter de lana cierta presión me atenazaba bajo la nuez, como si el cuello de cisne del jersey me apretara demasiado, se contraía y dilataba levemente, esa era mi impresión, haciendo que sintiese, por momentos, el pulso en la yugular. Esta desagradable sensación fue breve. La lana que se encoje tras el lavado. Era evidente.
Calé en mis pies mis mejores botas de invierno. Éste estaba resultando de lo más frío. Unas botas de sólido cuero que se anudaban con gruesos cordones por encima del tobillo.
Volví a la cocina para tomar un vaso de agua antes de salir a desayunar para después limpiar la cocina que estaba hecha un asco.
Frente al fregadero, con mi vaso de agua en la mano, escuché un leve ruido, como de movimientos en el interior de la nevera. Quise acerarme a ella para ver de qué se trataba, pero mis botas de gruesa y rígida suela se habían adherido al piso. No podía mover los pies a pesar de realizar grandes esfuerzos intentándolo; tan solo pude girar mi tronco para poder observar la nevera que quedaba a mis espaldas sin llegar a comprender en absoluto qué estaba pasando.
Con una torsión total de mis caderas vi, estupefacto, que la nevera se abría. En ese mismo instante, quedando todavía más atónito, la campana del microondas comenzó a sonar sin pausa. Giré el cuerpo en la dirección en la que se encontraba este aparato, viendo que también su puerta se abrió. Del frigorífico salió la docena de huevos que tenía guardados y marcharon, rodando con cuidado, en dirección al microondas, trepando después, deslizándose sin que la fuerza de la gravedad les afectase, por la superficie del mueble de cocina, hasta introducirse en él. La puerta de ambos electrodomésticos, nevera y microondas, se cerró con estrépito y el horno entró en funcionamiento a la máxima potencia.
No entendía nada. Mis pies seguían clavados al piso y el vaso de agua se deslizó entre mis dedos cayendo al suelo y estallando. Me agaché, con un sudor frío recorriendo mi espina dorsal, para intentar sacar los pies de las botas desanudándolas. Los cordones eran como gruesos alambres de acero imposibles de manipular. Al tiempo que intentaba retorcer el acero de los cordones sin éxito, comenzaba a asfixiarme el cuello de cisne de mi suéter; me estrangulaba, por lo que abandoné mi actividad de intentar liberarme de las botas y me concentré en tirar con mis manos del cuello del jersey para evitar la opresión.
En este aturdido estado me encontraba cuando el microondas explotó, abriéndose su puerta con violencia y proyectando un mejunje de huevo por toda la estancia, salpicándome de manera repugnante y dejando toda superficie en derredor mía igual de asquerosamente salpicada. Los armarios donde vasos y vajilla se hallaban guardados también se abrieron y comenzaron a escupir su contenido.
Esquivaba los proyectiles, vasos y platos, sin poder mover los pies. Un tazón impactó en mi pecho dejándome muy dolorido. Mientras esquivaba la vajilla, un pollo, que guardaba entero en la nevera, salió de ésta y se fue caminando insolente en dirección al microondas. Se metió dentro de un salto y la máquina comenzó de nuevo a funcionar.
Toda la vajilla se encontraba en el suelo reducida a escombros. Pude descansar de esquivar los proyectiles, pero el cuello del suéter comenzó a cerrar sus garras sobre mi gaznate de nuevo. El lavaplatos se puso en marcha y una ingente cantidad de agua salía tras la puerta entreabierta. Parecía que la cocina fuese a inundarse en poco tiempo. Sin darme tregua mis pies comenzaron a caminar. No era yo quien los dirigía, sino mis botas. Se marchaban con mis pies dentro y toda mi persona sobre ellos. Si intentaba no seguir sus pasos, caía al suelo, debido a que las botas, con gran fortaleza, seguían su camino. Me veía entre un fango de huevo, vidrios, café, pan carbonizado y agua al que se unió el pollo, que también fue escupido por el microondas tras volver a explotar; un revoltijo de pellejos, carne, huesos y sangre medio cuajada.
No tuve más remedio que seguir los pasos que marcaban las botas. Todo intento de oposición resultaba infructuoso y desagradable; el cuello de mi jersey comenzaba a sofocarme de modo porfiado si me resistía… además.
Atravesé el salón en dirección a la puerta de mi casa. Parecía estar tranquila esta habitación. La televisión se encendió y el equipo de sonido surround del home cinema también. En la pantalla de plasma de última generación un hombre sonriente me ofrecía un plan de pensiones. Por el equipo de sonido su voz sonaba atronadora. Hablaba de todos los regalos que me harían si contrataba ese producto financiero. Mis botas se detuvieron frente a la enorme pantalla, y yo, inevitable y sumisamente, con ellas. El hombre sonriente desapareció de la escena y la imagen de una playa paradisiaca ocupó su lugar. Atronaba una banda de reggae incitando al disfrute caribeño en el que solazarse con desenfreno. Escuché, lejano, pero acercándose, el sonido inconfundible de la aspiradora. Se colocó delante de mí y comenzó a oscilar su anillado tubo como si fuese una cobra ante un encantador de serpientes. Pensaba que ya todo terminaba y que la aspiradora daría dos vueltas con su tubo sobre mi cuerpo, como una auténtica boa constrictor anulando su presa. Pero no fue así. Mis botas volvieron a caminar.
Salí de la casa y fui conducido por ellas hasta mi automóvil. La portezuela se abrió y fui obligado a meterme dentro.
El motor rugió sin necesidad de darle al contacto. Mi bota izquierda pisó el embrague y de manera automática entró la primera velocidad.
Un increíble juego de mis botas y el cambio de marchas que funcionaba solo, hicieron que cruzase la ciudad a gran velocidad. Sujetaba con las manos el volante, pero era el carro el que manejaba de manera automática con precisión, sin infundirme ningún temor a colisionar.
Intentaba de manera infructuosa, accionar la palanca del cambio hacia el neutro. Se mantenía inamovible en la sexta velocidad, circulando ya por una autovía. Mi cuerpo se encontraba adherido al asiento, con el cinto de seguridad oprimiéndome fuertemente el pecho. Apenas me podía mover.
Algunos autos, más potentes que el mío, me adelantaban. Podía ver las caras desencajadas de sus ocupantes y sus muecas aterrorizadas.
En mi caso, estaba disfrutando del viaje. Pensaba: “Verás, ahora me despertaré en la playa con mi chica y este cuento terminará de una forma trillada y tópica: estoy en la playa paradisiaca, feliz, amodorrado en la tumbona soñando con la dura realidad de mi casa, levantándome para realizar las actividades cotidianas que me dan sustento. Habré tenido un sueño que flipas y eso es todo…” Así que me mantenía tranquilo, disfrutando.
Por el estéreo del coche comenzó a sonar Help, de los Beatles.
Help!!! I need somebody
Help!!! Not just anybody
Help!!! You know i need someone
Heeeeeelp!!!!!
Sonaba fuerte el volumen y comenzaba a divertirme de lo lindo.
El automóvil redujo la velocidad y tomó una salida de la autovía. Muchos coches delante de mí también la tomaban y vi por el retrovisor que quienes venían detrás tabién lo hacían.
Los vehículos que circulaban en sentido contrario se incorporaban, desde su lado, al mismo itinerario.
Se formó una procesión de autos circulando lentos por una carretera secundaria… estruendo de cláxones desesperados sonando. En mi estéreo seguían cantando Help los Beatles en modo repeat.
Abandonamos la carretera secundaria para entrar en una pista forestal. Conocía el lugar; esto no pintaba nada bien: la pista terminaba en un precipicio; algo parecido al final de la película Thelma y Louise.
Momentos antes de precipitarme al vacío, en el interior de mi coche, adherido al asiento, oprimido por el cinturón de seguridad, y sin poder mover el pie dentro de la bota del acelerador comencé a inquietarme, pues no me despertaba en la playa gozando… Suspiré, pensando si esto es lo que el tener puede ofrecer al ser cuando se tiene más que se es. Veía como otros carros caían alrededor mío, como una lluvia de chatarras inútiles, y escuchaba el estruendo de las carrocerías impactando contra las rocas.
Solo podía pensar que jamás habría imaginado que éste sería el apocalíptico final de la humanidad.







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