lunes, 12 de septiembre de 2016

DESAGÜES


                                               I                                            
Mientras el fontanero trabajaba con denuedo y cabreo, porque la reparación se estaba prolongando más de la cuenta -siempre surgen imprevistos- y acababa de arruinar su estómago mediante un vil percance (las cañerías a veces te escupen encima) mientras otros clientes del seguro hogar esperaban -y esto suponía un estrés adicional- atribulados por los desastres, siempre engorrosos, inherentes a los fallos tanto del sistema de abastecimiento de agua como por el de su eliminación una vez ha sido contaminada y enguarrada ésta, Matías reflexionaba acerca de por qué en tantas casas que había vivido, había padecido siempre problemas con los desagües. Y problemas serios, no pequeños atascos que generan una pequeña inconveniencia en un lavabo fácilmente reemplazable de su servicio de modo temporal por otro artefacto similar como el fregadero sin ir más lejos... Nada de eso. En estos momentos, el fontanero, blasfemando, acababa de utilizar de modo imaginario su desagüe fisiológico particular para verter su contenido, de palabra, sobre una ficticia galleta que llamó "ostia santa", cuando al desconectar del sifón que pendía del techo, donde estaba trabajando, y que conectaba todos los tubos de vertido de los diferentes aparatos del cuarto de aseo situado en el piso superior de la vivienda, al otro lado del techo, la acometida que recogía la suma de los vertidos de cada aparato lavatorio, (dícese bidé, bañera, y lavabo) para proceder a su sustitución, recibió un potente escupitajo por parte del atrancado tubo, en forma de mejunje pastoso, grisáceo y maloliente con consistencia algo peluda y fangosa y que, además, le cubrió el tórax y el rostro de gruesos goterones, pequeñas unidades altamente odoríferas y de lo más repugnante. Fue al escuchar la exclamación defecatoria del fontanero sobre la simbólica y santificada representación del cuerpo de cristo, que extendió a continuación a otros ámbitos no  religiosos tipo "puta que la parió", y verle aturdido, cabreado y con mueca torcida, cuando comenzó a reflexionar acerca de por qué en tantas viviendas había tenido tantos problemas severos con los desagües; si de algún modo esto podría tener que ver con algún tipo de transferencia que hubiese realizado, sin saberlo, sobre los distintos hogares que había habitado: "Del mismo modo que se dice que la forma en que mantienes y ordenas la casa, constituye un reflejo de tu personalidad o estado psicológico, -se decía- también puede ocurrir el modelo a la inversa, es decir, que tu personalidad o psicología influya en como esté tu casa, pero no a partir de las acciones que puedas realizar, como limpiar y ordenar más o menos o nada en absoluto si estás muy arruinado mentalmente o presa de un alcoholismo feroz, por ejemplo, si no en las cosas que a la casa le pudieran pasar (y de hecho le ocurren) por sí mismas. En este sentido, es normal que a un pirómano se le incendie la casa; que a un putero se la destroce un proxeneta cabreado, tal vez; que a un depresivo se le llene de cucarachas; que a un usurero se la desbaraten y vacíen los ladrones sabedores de su usura y almacenamiento de costosos bienes..." y asociaciones de este tipo colmaban su reflexión mientras se preguntaba por qué a él siempre le habían fastidiado tanto los desagües en el tranquilo transcurrir de sus días; qué tipo de proyección merdosa iba desparramando por el mundo.
 Fue a partir de ese día cuando comenzaron a sucederse los sueños, relativos a esta impúdica cuestión, que amargaban sus noches. Nunca despertaba con el recuerdo de haber soñado nada dulce, fantástico o, aunque sea, inquietante, pero rodeado de ese halo de misterio que tienen los sueños inquietantes, que los puede convertir en atractivos. Despertaba siempre con verdaderos tufos escatológicos que condicionaban sobremanera el resto del día, por lo que decidió tomar cartas en el asunto y acudir a un especialista. 
                                             II                                             
 Al doctor Álamo lo eligió por su nombre -le sonaba majestuoso y dotado con la sabiduría paciente de un viejo árbol-, tras mirar una larga lista de psiquiatras (en los tiempos en que sucedieron estos hechos internet sólo era un experimento militar) en el listín telefónico. Tras la primera consulta, en la que el doctor le insistió que su caso, al menos por el momento, no entraba en las competencias de la psiquiatría y que era sólo un trastorno psicológico leve, recomendándole que buscase un especialista "de diván" (textual) y no un recetador de pastillas nostálgico de la lobotomía (qué tiempos aquellos que con esa sencilla operación se resolvía tan fácilmente todo trastorno) y como que Matías siguiese, aun así, empeñado en contratar sus servicios: "Y, ¿quién sabe si esto va a ir a más, como a mí me parece sentir, y lo que ahora son sólo sueños feos, no exactamente pesadillas -insistía, como si esa diferenciación semántica fuese trascendente para la buena ilustración de su caso al doctor- terminan por convertirse en alucinaciones...? El otro día en el autobús me pareció estar al borde de una de ellas. Sólo fue por un mínimo instante, pero por un momento me pareció que todos los viajeros se acuclillaban y ya puede usted, doctor Álamo imaginar con qué finalidad...". El doctor le aconsejó que intentase sacar todos los recuerdos que tuviese referentes a la obsesión enfermiza que le ocupaba. Debía hurgar sin compasión ni contemplaciones por su pasado y extraer, verter hacia afuera, todo aquello que pudiese estar instalado en las profundidades insondables de su mente. Seguro que una vez fuera, dejarían de perturbar su inconsciente. "Es decir, -le dijo el doctor emitiendo una sonrisa, sorprendido por su terapéutico ingenio- debe usted desatrancar el desagüe que parece anegar de mierda su mente". Matías le preguntó si, ya que era su dedicación mas exhaustiva ésta de recetar fármacos, no tendría alguno por ahí que fuese capaz de filtrar su mundo onírico, dejando sólo pasar los sueños que nada tuviesen que ver con su presunta obsesión, ante lo cual el doctor Álamo volvió a sonreírse diciendo: "Qué divertida es la ignorancia amigo Matías... Es usted muy imaginativo. Bien mirado se debería investigar en ese sentido y fabricar píldoras para soñar a la carta... es una buena idea: una píldora roja para sueños excitantes y pasionales; una píldora azul para volar por fantásticos territorios...jejeje -se volvió a reír el doctor entusiasmado con su cliente- ¡ya podría usted dejar de tomar la píldora marrón y asunto concluido!" Matías rió el ingenio del especialista un poco entre dientes y entonces le contó su teoría de que fuese su personalidad, su carácter, su experiencia, o la mezcla de todas estas cosas, lo que influyese en los deterioros de sus viviendas, narrándole con detalle su especulación al respecto, la que había pensado el día que el fontanero arreglaba el sifón de los desagües de su casa. "Muy ingenioso usted Matías, pero eso entra en el terreno de la literatura y, si acaso, del chamanismo o de la perturbación mental, ya le digo, pura literatura, los científicos jamás iniciaríamos una investigación en ese sentido; jamás podríamos encontrar evidencias que demostrasen tal disparate". La sesión de consulta concluyó con la reiteración por parte del doctor Álamo de que debía sacar de sí toda aquella experiencia alojada en su memoria que le estaba provocando el trastorno y diciéndole que se volviese a poner en contacto con él en el caso de que persistiera -y por supuesto si empeoraba- su perturbación. Ante la insistencia de Matias, que veía al doctor Álamo como un verdadero y frondoso refugio de sabiduría y protección, decidieron fijar nueva consulta para la semana siguiente en lugar de esperar al momento que el paciente considerase necesario. Tal día a tal hora.
                                            III                                               
 Tal y como le había aconsejado el doctor, Matías comenzó a buscar en su memoria aquellos incidentes que le habían resultado más desagradables o más le habían impresionado en su momento, eligiendo sobre todo -y en esto fue muy claro y redundante el doctor Álamo- aquellos que hubiesen tenido algún tipo de carga emocional añadida al hecho acontecido en sí, fuese por el momento en que ocurrieron, o por aquellos a quienes afectasen, o por ulteriores consecuencias que hubiesen acarreado ocasionando, quizá, alguna circunstancia que hubiese podido ser importante, para bien o para mal en el curso posterior de su vida, es decir -le insistió Álamo- aquellos susceptibles de haber causado algún trauma que se hubiese enquistado en su subconsciente y pudiera aflorar en sus sueños recurrentes. Cerró los ojos e hizo un repaso mental por las casas que había habitado en orden cronológico descendente a partir de la que ahora ocupaba y cuyo incidente, ya narrado, no tenía demasiada trascendencia. Pasó por algunos curiosos sucesos como de puntillas. Sólo se detuvo por unos momentos, riendo un tanto, en un desatranque que realizó él mismo -en esos tiempos andaba escaso de peculio- en el colector general de la vivienda en cuestión, que atravesaba el pequeño jardín de la casa y que estaba atrancado por las raíces de un árbol. Para su eliminación práctico un agujero en el tubo, teniendo con antelación que cavar unos treinta centímetros para dar con el colector, e introdujo por este orificio un enorme dispositivo pirotécnico. Tras la explosión las raíces se habían triturado y sólo tuvo que componer un parche utilizando hormigón en la parte afectada por la explosión del viejo tubo de cemento. Pero cuando entró en el aseo donde se encontraba el inodoro, encontró las paredes y el techo de la habitación decoradas de un modo muy especial. Por la presión de la onda expansiva, la taza del váter había vomitado de una manera exhaustiva, a juzgar por los resultados apreciables en las tres dimensiones de la habitación, multitud de lodos fecales que reposaban con anterioridad en la tubería, retenidos por el atranque que acababa de eliminar. Pero este incidente, aunque le causó notable irritación en su momento, no había quedado archivado en su memoria más que en forma de divertida anécdota que sólo le incitaba a preguntarse cómo había podido ser tan estúpido. No era por tanto uno de los sucesos a los que el doctor Álamo se refería cuando le dijo lo que debía hacer. 
 Se distrajo un momento de sus introspecciones cuando la pizarra eléctrica emitió una señal sonora y un nuevo nombre apareció compuesto por pequeñas tabletas móviles de plástico. No era el suyo, debía seguir esperando su turno en la oficina. La espera se demoraba mas de quince minutos sobre la hora estimada de su entrevista. Era normal, en ocasiones había tenido que esperar más de una hora. Siguió dando un repaso mental a sus experiencias (esa era una tarea en la que podía invertir tiempos muertos como éste que ahora le ocupaba) y recordó aquel día tan lejano en el que una amiga suya (con la que ya no mantenía relación ni contacto alguno) que se llamaba Macarena le visitó desde su Sevilla natal acompañada de su novio alemán, un turista que había conocido en la Costa del Sol y que había alargado sus vacaciones por estar junto a ella -cosa que enorgullecía notablemente a la chica y había molestado en mismo grado a Matías- por tiempo indeterminado, postergando por ello el recibimiento gris y nublado que le esperaba en su país de origen. Para halagar a su amiga en mayor grado, Matías organizó ese día una pequeña reunión entre amigos. deseaba que ella se llevase un buen recuerdo de la estancia en su casa. Era un día de verano.
                                             IV
La casa estaba bastante ambientada cuando llegaron los homenajeados. Eran las once de la mañana de un caluroso día del mes de julio. Matías había llenado la nevera con buenas cervezas alemanas; el equipo de música derramaba ritmos funk con un contundente bajo eléctrico haciendo las delicias de los pies de algunos de los invitados que charlaban, botellón de cerveza en mano, sin que sus animadas peanas pudiesen resistirse a llevar el compás esbozando la música, como dibujándola en el piso con autonomía de sus dueños, que intercambiaban frases simpáticas y sonreían tanteándose todos aquellos que no se conocían entre sí pero que siempre encontraban el nexo, la persona común, que les había juntado en una misma casa, en una misma habitación, en esos momentos. Otro grupo de personas preparaba en la cocina algunas viandas con las que acompañar el alcohol. 
 Estando así el ambiente se presentaron los invitados objeto de la reunión homenaje. Venían sudorosos y cansados tras un largo viaje en tren y una caminata desde la estación hasta el domicilio de Matías, largo paseo que llevaba implícito atravesar todo el casco antiguo de la ciudad y recorrer algunas de las más emblemáticas señas de identidad de la misma, cosa que Macarena quería hacer con su novio pues disfrutaba de mostrarle su país cogida de su brazo o su cintura y de, en un acto simultáneo, mostrar también a su país y sus gentes su enorme novio con cierto orgullo, como si lo hubiese extraído de una mítica leyenda.
 El hombre se llamaba Sigfrido, así lo bautizaron los invitados cuando se presentó como Siegfried, arrastrando mucho las ies y no pronunciando en absoluto las es, y haciendo de la g un semigargarismo, muy propio expresado en sus labios. Hacía honor a su mitológico nombre nórdico. Todos a su alrededor, salvo alguna excepción de talla algo más luenga que conseguía asomarse por encima de los hombros del gigantón, parecían pequeños Nibelungos. Macarena no pasaba del metro sesenta y era más bien rolliza. Al verla junto a él, rodeando su cintura y con la cabeza apoyada en la boca del estomago del hombre, a Matías le ofreció la impresión de que fuese más amuleto que novia del rubio alemán con coleta y mandíbulas cuadradas que esgrimía simpática expresión y anillados pelos rubios cobrizos que asomaban bajo las perneras de su pantalón corto, cubriendo sus pantorrillas, gordas como muslo, de pequeños destellos, pantorrillas que concluían en sendas enormes botazas que parecían capaces de aplastar cualquier inconveniencia sin que su dueño pudiese darse cuenta siquiera.
 Matías siempre había sentido una fascinación especial por Macarena, bien fuera por su salero andaluz y desparpajo al hablar siempre con espíritu cómico, como convocado los lados más destacablemente subrealistas o directamente necios de lo que le rodeaba, o bien por sus curvas, menudas pero bien trazadas por unas carnes muy bien colocadas, o por una mezcla de las dos cosas, y siempre le había fastidiado de una manera inexorable e impotente, que los gustos en cuanto al físico del sexo opuesto por parte de la muchacha andaluza, hubiesen sido tan diametrales a los que la genética y la naturaleza había concedido a su persona; hecho éste ante el cual Matías sólo pudo apelar a la resignación y desentenderse de cualquier intento de seducirla. Conservaban una buena amistad que les empujaba a visitarse en sus ciudades respectivas de tanto en tanto desde que se conocieron, hacía varios años, en una ocasión en que Matías quiso conocer la feria de abril sevillana e hizo el ridículo, algo borracho de manzanilla y grasiento por dentro por el pescado frito y el jamón, bailando sevillanas en una caseta de donde lo echaron por pisotear los pies y arruinar los volantes de algunas bailaoras que no suelen perder la seriedad de su folclore venerando a "Los del Río". Macarena estaba casualmente por ahí, se apiadó de él, empatizó con sus críticas sobre la fiesta sectaria, le acompañó a pasear por el parque de María Luisa, le ofreció cobijo en su casa -sólo cobijo- y le regaló su amistad.
 Cierto licor comenzó a llenar el estómago de Matías junto con la cerveza que ingería de manera moderada a tan tempranas horas. Este licor autodestilado comenzaba a formar en la imaginación de Matías algunas películas animadas mostrando como sería la relación íntima (para él vedada) entre el gigante y su amuleto que le resultaban mórbidas a la vez que hilarantes con cierto poso de repugnancia; el veneno de los celos instalándose en sus entendederas con la cerveza abriéndole las compuertas de su desinhibición con alevosía. Una traidora invasión en toda regla sobre la que Matías no levantó defensas, siguiendo un imbécil juego interno basado en la comicidad inocente; su fortaleza, el bastión donde conservar el decoro, a punto de caer demolido por la acción de enormes catapultas lanzando rocas contra él.
 Sigfrido dejó la enorme mochila llena de cosas colgantes alrededor, como si llevase una casa plegable a cuestas, en un rincón, e hizo gesto de desperezarse. Luego se acercó a Macarena que estaba introducida en un corrillo con Matías y unos cuantos de sus amigos, se acachó en medias cuclillas y le acarició la larga y espesa cabellera azabache con delicadeza, mientras acercaba su rostro como quien intenta percibir el aroma de una delicada flor y le susurraba unos vocablos ininteligibles en su oreja, besándola después. Se puso de nuevo en pie y recorrió con su mirada los rostros de los que formaban el corrillo de amigos, como observando su reacción, o sólo por que no sabía para donde mirar ni qué decir en un idioma que sólo chapurreaba vagamente. Macarena les dijo que estaban muy sudados y cansados del viaje y que querían ducharse y miró a Matias como pidiendo consentimiento. Le dijo que ya sabía donde estaba el baño, en el piso superior, justo sobre sus cabezas. Sigfrido agarró la mochila como si se tratase de una ligera bolsa vacía y ambos se encaminaron, saliendo del salón en dirección a la escalera. 
 Subieron las escaleras para ducharse presumiblemente juntos. Matías se entristeció pensando que nunca había utilizado su bañera de manera tan exquisita y se perdía en imaginaciones mientras acompañaba, escaleras arriba a la pareja. Cuando estuvieron frente a la puerta del baño, Matías la abrió, e invitándoles a pasar les dijo: "Toda vuestra". Una enorme bañera antigua de hierro esmaltado con patas se ofrecía como un recipiente muy adecuado donde introducir amorosas libaciones, ante la mirada achispada de Macarena; feliz y deseosa de Sigfrido y profundamente aturdida de Matías, que no pudo evitar quedarse sentado en el primer peldaño de la escalera antes de bajar de nuevo a reunirse con sus invitados. Reflexionaba y sentía su mente como un sumidero de porquería. Él ya sabía que Macarena iba a venir con su novio y creía que, aunque profundamente colgado por la chica, iba a estar por encima de esa situación. Sin embargo, esto no fue así. Sufría y sentía desagradables emociones con respecto al gigantón, como si éste le estuviese aplastando con sus enormes botas de talla cincuentaytantos, emociones que fraguaban en él unas respuestas contra las que luchaba denodadamente para que no traspasasen los muros de contención de su imaginación, para que no se convirtiesen en actos; ni siquiera en palabras.
 Oía el agua correr procedente de la ducha y algún suspiro entre expresiones de escalofrío y muchas risas sonando -ese tipo de risa- a antecedente de dulce contacto íntimo. Matías decidió que, llegado este punto, era el momento de bajar de nuevo a la fiesta y entretener su mente con sus amigos, dejando a la pareja que disfrutase de su hospitalidad con plenitud, pero algo terminó por acabar con el poco sentido común que le quedaba, haciendo que se precipitase escaleras abajo como poseído por mil demonios: la voz de Sigfrido atronaba cantando sobre el fondo de las risas de la muchacha: "Dale a tu cuegpo aleguía Macaguena, que tu cuegpo es paga dagle aleguía y cosa buena.... Heeerrrr Macaguena" 
                                               V
Entonces ocurrió la catástrofe. 
Los invitados, ahora ya reunidos todos en el salón de la casa rezumaban alegría por los cuatro costados, bailoteaban la música funk y se pasaban platos con canapés mientras trasegaban cervezas. Planeaban como iba a ser el desarrollo posterior de la fiesta, en que orden iban a sucederse las sorpresas que algunos de ellos habían preparado para animar la posterior velada... muchos juegos y actuaciones en vivo de las más diversas disciplinas. Se podría decir que era un buen ambiente y que Matías había podido, en virtud del calor y simpatía de sus amistades, trascender los celos que habían arruinado su cerebro y su discernimiento momentos antes... hasta comenzaba a sentir cierta simpatía por Sigfrido. En el piso superior se escuchaban algunos ruidillos, algo así como si una antigua bañera con patas se estuviese desmontando, le parecía a Matias... y el rumor de una profunda voz grave canturreando.
 La bajante del desagüe del baño descendía vertical por una esquina del salón donde se encontraban Matías y sus invitados, oculta tras un fino tabique de escayola. 
 En el piso superior las cosas habían transcurrido de manera muy distinta a como Matías las había imaginado. Sigfrido había sufrido una potente colitis. Había salido trastabillando y resbalando a toda prisa de la bañera donde, momentos antes, se enjabonaba mutuamente la pareja -ese fue el momento donde parecía que la bañera se estaba desmontando- y llegó muy justito a aterrizar con sus cientoveinte kilos de peso sobre la taza del váter. De manera simultánea Sigfrido se sentó de golpe en el inodoro, evacuó, suspiró aliviado (un suspiró tan gigante como él) y el antiguo váter reventó, cayendo de costado y dejando a Sigfrido en cuclillas sobre la boca de la bajante donde antes había estado conectada la taza.
 Al romperse el váter, también fracturó la boca de la antigua bajante de cerámica, por lo que varios fluidos que antes habían pertenecido a Sigfrido, se derramaron sobre los invitados en una fina lluvia... Para ellos fue algo asombroso. De repente se escuchó un potente ruido como de demolición controlada y una pequeña explosión se produjo en el techo del salón, en una esquina. Cayeron algunos pequeños cascotes del murete de escayola que ocultaba la bajante y una fina lluvia maloliente arruinó la fiesta.
 Los invitados se fueron, debían mudar sus ropas y darse una buena ducha; Sigfrido, deshecho en retortijones, tuvo que ir con prisa, acompañado por Macarena al servicio de urgencias del hospital... Y Matías se puso manos a la obra a reparar, con sus escasas habilidades como albañil, su destrozado váter.
                                                VI
La pizarra electrónica por fin escribió su nombre. Debía dirigirse a la mesa diez.
Se sentó frente al funcionario de la oficina de empleo y dejó ante sí su libreta y su bolígrafo. 
El funcionario le explicó cual era la oferta de trabajo para la que había sido requerido. Se trataba de una empresa de construcción y precisaban personal para reparar y sustituir las bajantes de una gran cantidad de edificios en un barrio histórico de la ciudad. Seis meses de trabajo estaban garantizados; probablemente se prorrogaría el contrato por meses hasta concluir la obra. No es un trabajo muy agradable, le dijo, pero el salario es bueno... Tendrá que pasar usted unos meses entre desagües.
Matías aceptó el contrato, no tenía mucha posibilidad de elección. Antes de despedirse el funcionario le preguntó, por curiosidad, acerca de la libreta que se mostraba abierta y manuscrita ante él. "Sólo son unas notas que he tomado mientras esperaba mi turno, he escrito un relato para no aburrirme". "Y... ¿de qué va su historia?, si no es mucha intromisión..." le dijo el funcionario, mostrándose amable y simpático. "Va de desagües la cosa". Matías estrechó la mano del funcionario y se fue a visitar al doctor Álamo.