lunes, 3 de octubre de 2016

Anhelos y resignación

                                              I
 Nuestras miradas se encontraron encajándose durante unos instantes con aguda penetración. Quedé turbado. No podía asegurar que se tratase de Giovani. 
 El hombre que tenía ante mí portaba una indumentaria muy distinta al Giovani que yo conocí, siempre vestido de manera cuidada que resaltaba, sin caer en la vanidosa ostentación, su musculado y atlético cuerpo de origen africano; el africano que ahora mostraba ante nuestra mesa en el restaurán su catálogo de bisuterías, cinturones y otros variados elementos como un bazar ambulante, iba cubierto por una colorida chilaba desde los hombros hasta los pies que ocultaba un cuerpo algo encorvado que no traslucía demasiado tono muscular -como un cuerpo en barbecho- y tocado con un taqiya, por bajo del cual brotaba una madeja rebosante de cabellos ensortijados que le conferían un aspecto como de clown, enmarcando su rostro en una deliberada falta de atención hacia él por parte de su dueño. Giovani siempre había llevado el pelo muy corto cuando le conocí, tan corto que apenas tenía las dimensiones necesarias para enroscarse y esto, junto con el aspecto demacrado que ofrecía el vendedor, me confundía. 
 Sentí el impulso de lanzarle la pregunta que despejase mis dudas, pero pensé que era mejor dejar en sus manos la solución; él no tendría ningún problema en reconocerme y saludarme, pero, por otra parte, tal vez tuviese algún reparo en presentarse como mi antiguo compañero, que, en los tiempos -¿cuántos (muchísimos) años hacía? pensaba- en los que coincidimos durante meses trabajando juntos cada noche en el club, destacaba como un triunfador en todo orden; quizá no fuese su traba por presentarse e identificarse ante mí, sino ante la gente que me acompañaba, todos ellos y ellas muy emperifollados en el aspecto y en el habla (¿cómo explicarle a Giovani -si es que se trataba de Giovani- que esa compañía me resultaba forzada y artificial?). Podía ser que considerase un estorbo hacia mí hacerse presente, un rubor.  o quizá fuese una suma de vergüenzas; o un arrebato de dignidad u orgullo; o pensar (si es que había tenido la perspicacia necesaria para calar en que tesitura me encontraba) que podía perjudicarme si me saludaba; el caso es que no abría la boca tampoco.
 A la mesa estábamos sentados cinco comensales; dos parejas y yo mismo. Me habían invitado a cenar los dos hombres, socios en una empresa de representación artística. Querían que prestase mis servicios como baterista en un espectáculo que estaban fraguando para la temporada estival y quisieron agasajarme; que nuestra relación, aparte de laboral, se basase en una amistosa camaradería en la que defendiésemos nuestros intereses comunes, esto es, el buen desarrollo y funcionamiento del espectáculo en el que  yo iba a participar si nos entendíamos en las cuestiones económicas, materia en la que entraríamos con mayor concreción, como suele suceder en estos casos, con los postres y los licores. A mí ese tipo de prolegómenos, por parte de este tipo de empresarios, siempre me había tirado para atrás. Solía anunciar una temporada de trabajo dura en la que la mitad de las condiciones pactadas para garantizar un mínimo de bienestar y, diría, salubridad a los integrantes de la troupe no iban a cumplirse; por supuesto que por causas que siempre serían de orden mayor e inevitables, y estos incumplimientos (que si ya se sabe que van a confluir circunstancias de fuerza mayor que los posibiliten, habría que buscar la forma de que no se den y no darlas por descontado) llegado el momento, habría que compensarlos "con esta amistad que nos une" y de la que esta cena de camaradería hasta la consanguinidad, pretendía ser el inicio. 
 Los dos empresarios habían acudido a la cena de negocios acompañados de sus esposas, para que juntos formásemos una gran familia, según decían, aterrorizando más mi entendimiento, haciéndolo descender hasta las catacumbas de mi conciencia donde imperaba el irreductible enemigo de mí mismo; donde brotaba el manantial causante de toda turbación,  que podía dar al traste con este trabajo si no encontraba una buena salida diplomática con la que acallar tanta necedad, para poder dejar claros y blanco sobre negro, aquellos puntos que debían defender mis intereses.  
 Cuando apareció el presunto Giovani estaba intentando montar el discurso con el que transmitir a mis probables futuros jefes esa madeja de puntualizaciones antes expuestas y que para mí resultaban de imprescindible aclaración, mientras oía sin escuchar demasiado, todas las loas lanzadas, tanto en aspectos personales como profesionales, por los empresarios, acerca de los que iban a ser mis compañeros de trabajo (a algunos los conocía, por lo que pude constatar que el juego hipócrita estaba servido); las mujeres hablaban entre ellas de las novedosas tendencias que se apreciaban en el mundo de la belleza y la moda, entretejiendo su conversación con chismes acerca de amigas comunes, chismes en los que en muchas ocasiones, por la manera de ser contados, se apreciaba un alto grado de malicia, por lo que pensaba que si me querían meter en semejante familia iban a sufrir bastante, auto afirmándome en que debía dejar bien claro que se dejasen de esas memeces de integraciones tribales y que nos ciñésemos  a un escrupuloso contrato laboral, sobre el que debía exigir garantías ante un eventual incumplimiento.
El vendedor ambulante se situó a medio metro de nosotros mostrándonos un estuche de madera, cuyo interior estaba tapizado de terciopelo azul que mostraba, abierto de par en par, sujetándolo sobre sus antebrazos, extendidos a modo de atril, como realizándonos, sin decir nada, una ofrenda. Del hombro izquierdo le colgaban un manojo de cinturones de distintos modelos unidos entre sí por gomas; del derecho pendía una bandolera que sujetaba sobre su cadera una voluminosa bolsa de viaje que se insinuaba pesada y rebosante de las más dispares mercancías. Alrededor de su cuello un montón de collares y gargantillas pendían, con distintas longitudes, pecho abajo; probablemente artículos con los que rellenaba su expositor de terciopelo azul cuando se producían las deseadas ventas.
Fue en el momento de acercarse y situarse frente a nosotros, cuando nuestras miradas se cruzaron y yo quedé sumido en la incertidumbre por saber si se trataba de Giovani o no. De ser él, había envejecido aceleradamente, pensaba, aunque hacía bastantes años que no le había visto... Quizá si le escuchase hablar saldría de dudas con toda claridad. Creo que la voz y el acento cubano del que fuera mi amigo y compañero en aquellas “contingencias”, por decir algo, musicales, que compartimos años atrás, no dejarían lugar a dudas. Pensaba esto mientras en mis orejas se sucedía un run-run que hablaba sobre las excelencias del pianista, recién llegado de un máster en Berklee, con el que iba a tener el impagable placer de trabajar (pobrecillo, pensaba yo -con la parte de mi cerebro que se mostraba capaz de seguir las palabras del empresario, una pequeña porción de razón que se quedaba al margen de mis apreciaciones y deducciones sobre la identidad del vendedor de origen africano-, llegar de Berklee para esto...) Pero cuando pude oír su voz, mis dudas no hicieron más que incrementarse.
-Mira Marga, ¿no te gusta esa gargantilla? Esa de la piedra color violeta... -La mujer se había dirigido a su amiga con tono pretendidamente alto, como queriendo que los cinco reunidos, que disfrutábamos de una bebida fría y un aperitivo antes de solicitar que se nos sirviese la cena, desviásemos nuestra atención hacia el vendedor. Me temía que estas cuatro personas cuya compañía comenzaba a resultarme poderosamente vergonzosa, iniciasen un divertimento a costa del africano.
-A ver... a ver... Acércate, -le dijo la tal Marga al vendedor, moviendo las palmas de su mano hacia sí, con un cascabeleo de pulseras y abalorios tropezando entre ellos, al tiempo que su marido hacía hueco en la mesa para que el vendedor pudiese depositar en ella su estuche de terciopelo que, de grandes dimensiones, sólo pudo apoyar, sujetando la parte que sobresalía del tablero con una mano, mientras con la otra cogía el objeto por el que la mujer, de voluminoso cabello moldeado, como la melena de un león engominado, se había interesado. Se lo ofreció mientras decía:
-Barato... solo shinco euros. Mussha calidad, sshapa en plata... pietra no vitrio... amatista pietra...
Al escucharle no podía dar crédito. Me parecía la voz de Giovani, pero como si se tratase de alguien que no sabe hablar el idioma castellano y tuviese dificultades de pronunciación. Pensé que podía tratarse de una estrategia de venta; era muy probable que si se fingía extranjero le resultase más fácil vender que si, aún también siendo extranjero, hablase perfectamente el castellano, a la par que eludía tener que sostener charlas con quien se interesase por sus productos y poder hacer oídos sordos a cualquier regateo. Eso justificaba también la indumentaria que portaba; podía tratarse de su uniforme de trabajo. Por un momento estuve convencido de que se trataba de Giovani.
Sobre la mesa se hallaban dispuestos, formando montones aquí y allá, entre los vasos de bebidas y los platos de aperitivos, los diversos objetos que antes habían estado, en ordenada disposición en el estuche del vendedor ambulante. Éste había dejado, cerrándola con antelación, la caja plana de madera, casi vacía, en el suelo y se mostraba solícito a ofrecer información sobre los productos que los cuatro potenciales clientes manoseaban, comentando entre ellos, con sorna, las cualidades de los mismos. Los hombres se habían interesado por los relojes, eligiendo aquellos que eran imitaciones de marcas ostentosas, las mujeres por la bisutería, desdeñando todas las piezas de artesanía étnica e interesándose por las que semejaban ser joyas de lujo fingido.
 Un camarero se acercó, retiró algunos vasos vacíos y quedó a la espera de algún pedido diciendo: "¿Falta algo por aquí?" Uno de los hombres solicitó una nueva ronda de bebidas mientras cogía la gargantilla de piedra violeta que había iniciado el desparrame de mercancías sobre la mesa y, sujetándola con los dedos, como si sintiera cierto desprecio por la pieza -que yo interpretaba como una extensión de su rechazo racial- la mostró a todos los que rodeábamos la mesa, moviéndola con un ligero vaivén por el aire, y, mientras guiñaba un ojo, dijo con tono indignado: "Encima el tío dice que es una piedra preciosa" y mirando a su mujer, la de aspecto de león engominado, preguntole:  "¿Cómo ha dicho que se llamaba este pedrusco, cariño?" "Amatista", le respondió ella, riendo después y elevando las cejas mientras miraba al cielo pidiendo algún tipo de extraño consentimiento celestial. "Amatista, los cojones", dijo el hombre exhibiendo la totalidad de sus conocimientos sobre piedras semipreciosas, añadiendo a continuación, como para rematar su sapiencia: "Si... eso es amatista, y la gargantilla oro chapado como el que tengo aquí colgado", y se llevó las manos a los huevos mientras se levantaba de la silla, para enfatizar gestualmente a qué se refería con ese "aquí colgado". Y estalló en carcajadas que pronto se prodigaron entre los demás asistentes. El león engominado mostraba sus colmillos al reír con desenfreno abriendo su enorme bocaza y, asumiendo su papel de rey de esta jungla, cogió un relojón de pulsera de la montaña sobre la mesa, lo exhibió al público y dijo entre risas y rugidos estentóreos: "Y esto es un Omega..." Se levantó el otro hombre y haciendo el mismo gesto de llevar manos a genitales, exclamó, generalizando un cutre paroxismo: "Del tamaño de mi verga". La otra mujer, delgada y frágil, que parecía más educada y modosita, quizá sintiéndose asaltada por un insufrible complejo de inferioridad, tuvo a bien añadir su dosis de humor y no ser menos que los demás; remató la faena diciendo: "Y también cuesta cinco", y todos a coro concluyeron: "Por el culo te la hinco". Casi se caían de las sillas de tanta gracia que les hacía su cultivado ingenio. Me miraban los cuatro, mientras tanto disfrutaban, como diciéndome: "¡Ves que bien lo vas a pasar con esta familia!".
 Deseaba escupir sobre sus generosas miradas y seguía cavilando sobre la identidad del africano, viendo con claridad que se trataba de Giovani, lo cual transformó mi estupor pasivo, basado en una simple observación circunspecta propia de un entomólogo (me debatía en pensamientos acerca de qué supraconciencia de orden atávico podía convertir a un ser humano en algo tan rematadamente gilipollas) por una irritada respuesta activa que expresase mi repulsa y condena ante tanta infamia.
                                            II (a)
 Nuestras miradas de nuevo se encajaron con aguda penetración. Me levanté de mi asiento y fui hacia Giovani abrazándole al llegar. Me dijo: "Luis no quise saludarte al verte con esta pingada de gente" Su acento cubano lo convirtió en Giovani cien por cien. Nos fundimos de nuevo en un abrazo mientras el silencio y la ignominia aplastaban a las cuatro personas con las que acababa de dejar de compartir mesa y mantel. "¿Qué haces por acá por Madrid?" me preguntó después. Y le conté, mientras recogíamos sus cosas y las devolvíamos ordenadamente a su bonito estuche forrado de terciopelo azul, que había llegado ese día para formalizar un contrato de trabajo con esta gente, pero que ya había decidido rechazarlo. Le pregunté si podía alojarme en su casa durante esa noche, pues tampoco quería dormir en el alojamiento que los empresarios me ofrecían en una de sus casas. Quédate unos días, me dijo, mañana tengo una pincha (trabajo en cubano) con un cuarteto de latin-jazz en un bar. Al baterista no le importará si tocas unos temas y me encantaría tocar contigo otra vez...
 Nos alejamos, le ayudé portando su pesada bolsa de viaje rebosante de artículos "por el culo te la hinco". Teníamos mucho que hablar después de tantos años; mucho que hablar y que reír juntos recordando tantas cosas que habíamos compartido años atrás en Ibiza; tristezas, alegrías éxitos, fracasos... tantas cosas que se podían resumir en dos: habíamos compartido la vida y la amistad y lo habíamos hecho respetando ambas cosas con devoción y dando rienda suelta a nuestros anhelos, desde hacer buena música, hasta disfrutar de las bonitas playas y calas de esa preciosa isla, pasando por todo el amor que se puede encontrar con tus congéneres cuando esas premisas rigen tus actos.
 Nos alejamos sintiéndonos dichosos por todo esto que nos ofrecía la vida y dejando tras nosotros las cenizas y detritus que cubren este asqueroso mundo.
                                            
                                              II(b)
   Nuestras miradas de nuevo se encajaron con aguda penetración. Me levanté de mi asiento y anduve hacia Giovani. Él dio un ligero respingo hacia atrás cuando estaba cerca, entre temeroso y defensivo.
 Comprendí, tras recibir su mirada punzante, como delimitando la distancia justa a la que iba a tolerar mi acercamiento, una barrera invisible pero tangible tras la cual acechaba una insospechada reacción como de animal acorralado dispuesto al ataque, que no se trataba de Giovani.
 Desde una distancia prudente le dije que disculpase a mis acompañantes; se les subió el alcohol a la cabeza y se les bajo la decencia a los pies, le expliqué, con gesto cómplice y confraternizador. “Si quieres te ayudo a recoger tus cosas y te marchas; no tienes por qué soportar esto, yo no lo haría, estoy aquí, únicamente, tratando un asunto laboral, no me tomes en cuenta”.
 León engominado esgrimió la cara de buena persona que seguramente había ensayado ante el espejo como tantas otras de sus imposturas y, arrojando un billete de cinco euros sobre el montón de bártulos que el africano y yo todavía no habíamos recogido, cogió la gargantilla y la puso rodeando su cuello, diciéndole al vendedor: “No te ofendas, sólo somos cinco amigos a los que les gusta bromear para pasar un rato de diversión”. Después le preguntó a su marido: “¿Te gusta cariño?”. Su marido había quedado cabizbajo mirando la mesa, como ausente, parecía sentirse discriminado por no poder expresar su racismo xenófobo con toda libertad. Le respondió que bien sabía ella que odiaba las joyas falsas y las bagatelas, que esa no era manera de mostrar distinción, sino todo lo contrario... y no quise escuchar más sus palabras, que proseguían con una perorata de adulación al famoseo y a la aristocracia, a la distinción, según él, indicativa de la categoría de las personas. Me concentré en ordenar con el africano sus enseres en el expositor.
 El otro empresario dijo entonces que ya habíamos realizado, como buenos cristianos, la obra caritativa del día y se mostró de acuerdo con su amigo y socio en que, una vez realizada ésta, para confort de sus conciencias, debía regalar esa pieza a cualquier pordiosero que encontrasen por la calle... o dejarla en cualquier lugar para que la encontrase aquel a quién esa bisutería le fuese destinada, así el acto de caridad se duplicaba. Acto seguido llamó al camarero para encargar la cena y, así lo dijo, comenzar a concretar el asunto que les había traído al restaurán. En el tono de su voz y su expresión se traslucía cierta decepción. Quizá yo no fuese el tipo de persona que más le agradaría contratar. 
 El africano se marchó. No parecía humillado, como vacunado de forma eficaz contra el virus, se alejó con paso firme y mirada altiva. Sin duda alguna debía llevar mucho tiempo ejerciendo la calle de este modo. 
 Ante mí se abría el pozo de la resignación. Necesitaba ese trabajo. La resignación cuando ni siquiera se muestra consciente, actuando sobre sí misma; dejándonos resignados a estar resignados; a que la primera resignación sea aceptada por que es lo que nos puede permitir seguir viviendo. En eso consiste, en multitud de casos, en multitud de vidas, la superación personal, el modo de encontrar un lugar en el mundo.
 Pero conseguí lo que pretendía. El tono de la negociación, tras la escena con el africano, mi apoyo hacia él y mi vergüenza ajena -que no pasó desapercibida- hacia mis posibles jefes, fue mucho más formal, y toda esa retórica, por parte de ellos, de integración amistosa en una especie de núcleo familiar, desapareció, dando paso a lo que debía dar paso, una negociación de condiciones de trabajo. Fue larga y por momentos tensa, a pesar de que intenté ser comedido en mis apreciaciones. Conseguí poner negro sobre blanco mis pretensiones y derechos. Por supuesto que luego no se cumplieron del todo y que aquella temporada de verano no fue de las mejores... Pero eso es otra historia...
 Durante el tiempo que duró la charla contractual y la redacción de un borrador de contrato estuve fantaseando sobre cómo habría sido la noche (y el futuro inmediato) si el africano hubiese sido Giovani.
 Imaginaba que él vivía como un músico activo en Madrid que completaba su economía haciendo la calle del modo que había presenciado; imaginaba que marchaba en su compañía y pasaba buenos días tocando buena música y compartiendo nuestra amistad de nuevo; imaginaba, en definitiva, que nuestro mundo era el mundo.
 Adopté una actitud circunspecta y me introduje con valentía en el mundo que tenía en verdad ante mí y del que no podía escapar: el mundo de la resignación.



sábado, 1 de octubre de 2016

LA ESCALERA

La noche había transcurrido desasosegada, desgajada su quietud entre sueños mutilados. Cuando la luz procedente de la ventana le sacó por completo de su sueño superfluo, no encontró fuerzas, no tuvo ninguna gana de levantarse para bajar la persiana y, en un ambiente más oscuro, dormir profundamente la escasa hora que le restaba antes de tener que alzarse por la obligación cotidiana, consumir unos cuantos cigarrillos entre el café y el aseo, para abandonar, con prisas, su casa durante todo el día.
 Prefirió, sin planteárselo, contonearse como un gato voluptuoso, cerrar los ojos de nuevo y abrazar la templada calidez de su mujer que dormía, tumbada de costado, dándole la espalda, sumergir su cara entre sus cabellos sintiendo su olor y el cosquilleo que éstos producían en sus mejillas, hasta que, resultándole insoportables, retirase su rostro lo justo para que desapareciese el irritante hormigueo y, abrazándole el vientre con una mano volvió a quedar dormido, con la sensación, otro fragmento de sueño mutilado, de que un ojo le observase desde el techo de la habitación, un enorme ojo de cristal sin párpados de mirada centelleante que le succionaba, llevándole a territorios donde prescindir de ser él mismo.

 No podía decir que el día comenzase bien; tenía sueño, y con prisa y ansia había fumado y tomado café para intentar disuadir el cansancio.
 Descendió la escalera que separaba la tercera planta, donde residía, de la calle, y el sopor le aplastaba pesado y pastoso, como una gelatina que le rebosase desde dentro y emanase vapores hacia afuera que le envolvían como una nube donde ausentarse, como inspeccionándole. 
 Recordaba con añoranza los tiempos en que gustaba de examinar la vida por que todavía no estaba tan habituado a ella como para no verla, hasta que llegó el momento en que, como todo adulto, comenzó a desprenderse de ideas infantiles, más afines a centrarse en el presente que a dibujar bocetos del futuro, renunciando a ellas por que pueden resultar peligrosas, del mismo modo que lo son algunas enfermedades propias de la infancia, cuando son contraídas en edad adulta. El ciclo se invertiría llegada la senectud, volviendo a restaurar aquellas ideas cándidas, volviendo a contemplar y jugar la vida queriendo alejar el hábito de padecerla, convirtiendo este hábito en un continuo elogio al presente, debido a que ningún futuro puede ser ya esbozado; sólo, quizá, la arbitraria esperanza de que se abriese de nuevo el túnel y se sucediese un nuevo parto o de algún tipo de malograda promesa celestial.
 Sumido en esta suerte de auto reconocimiento, descendía la escalera sin reparar en las plantas que debía atravesar hasta llegar a la calle, hasta que se pudo dar cuenta que había bajado durante bastante tiempo, una infinidad de peldaños, revueltas y rellanos sin poder recordar haber atravesado la segunda planta siquiera.
 Quiso parar en un descansillo en uno de los giros que trazaba la escalera, para intentar salir de la nube de vapores desprendida de la gelatina pastosa y pesada que parecía distorsionar su percepción, pero sus pies no le respondían; continuaban con sus acompasados movimientos, aprehendidos durante tantos años, con los que bajaba escalón a escalón decididamente, sin que esta acción encontrase nunca su fin.
 Su cuerpo no atendía su voluntad y su mente se mostraba ajena a este acto. Un miedo limítrofe al pánico estalló, y su mente, fruto de la subida adrenalínica, quizá, se insinuó lúcida aunque nerviosa, intentando pensar con vértigo cómo detener este despropósito. Pero esta reacción no se extendió al resto de su cuerpo, que seguía surcando, con paso resuelto, una escalera interminable.
 Quizá seguía soñando arrebujado en la calidez del cuerpo de su esposa y, si bien el despertador había sonado y, como siempre, lo había detenido de un manotazo autómata, no había llegado a levantarse, y todo lo estaba todavía soñando; los cigarrillos, el café, el aseo personal, la ropa de abrigo y el descenso presuroso por la escalera. Dejó la mente en blanco para luego pensar con decisión: “Vale, ahora me despierto... llegaré tarde al trabajo, pero esto será un mal menor si consigo salir de esta pesadilla...”
 Fue inútil. No despertó, todo seguía igual, su cuerpo descendía la escalera como gobernado por un sistema nervioso que no era el suyo, del modo que lo hacía cada mañana, sólo que, en esta ocasión, la escalera se mostraba eterna.
 Pensó entonces que había enfermado y que, de ser así, si se trataba de una alucinación producto de una mente enfermada de modo repentino, todo su afán debía centrarse en volver a la realidad, no hacerle caso, esa podía ser la puerta de salida de este absurdo, no entrar en pánico, hacer que su pensamiento se liberase de esta situación con indiferencia, hasta que, por su insensibilidad hacia ella, desapareciese, tal y como se hace con las situaciones desagradables en la vida cuando no hay modo de enfrentarlas; y este hecho no era demasiado distinto. Puede ser que ignorándola, se descubriese plácidamente sentado en el bidé, lavando su ano y sus genitales, antes de prepararse para acudir a la oficina.
 Así consiguió relajarse un tanto y que menguase su nerviosismo. Le reconfortó comprobar que no sentía ningún cansancio, ni sensación de dolorosa fatiga en sus rodillas y gemelos, como debía ser lo propio tras tanto tiempo descendiendo escaleras. Este hecho apuntalaba la hipótesis de que se tratase de una alucinación y le embargó la preocupación de, tras descubrirse en el bidé (no sabía por qué, pero esa idea, la imagen de sí mismo sentado en el bidé, se le presentaba con tal fuerza en la imaginación, que daba por hecho que esa era su situación en un hipotético plano de realidad, quizá sentado con expresión catatónica y un hilo de baba colgando desde la comisura de sus labios y sujetándose el escroto con una mano temblorosa detenida en la acción de higienizar sus partes íntimas.) cuando su mente tuviese a bien hacerlo, tener que acudir a un especialista y de no poder hacerlo solo, imaginaba si se repetía este tipo de engaño como el que estaba padeciendo, o cualquier otro,  y le asaltaba mientras conducía su coche, por ejemplo, poniendo en riesgo su vida y la de otras personas que tuviesen la desgracia de cruzarse en su vida en semejante momento.
 Intentó llevarse una mano a la mejilla, detectar con el tacto ese hilo de baba que sentía discurrir deslizándose junto a su mentón -ya no se trataba sólo de una imagen representada en su cerebro- pero pudo comprobar que sus manos y brazos tampoco le respondían; todo su cuerpo seguía, con la obcecación que muestran aquellos que adolecen de pensamiento propio, inmerso, de manera resuelta y enérgica en la acción de descender por la escalera infinita, sin sentir ningún desgaste físico como consecuencia de este ejercicio u obviando, si lo hubiese, su existencia; podía ser que la escalera le hubiese secuestrado y que sus días se resumiesen, en adelante, en al acto de bajar la escalera sin ninguna conciencia de estar haciéndolo, mientras su mente divagaba estupideces en un continuo sin fin.

 Desde que despertó había sabido que el día no comenzaba bien. Cuando, perezoso para cerrar la persiana y caer en un sueño reparador, decidió abrazarse a su esposa sintiendo los perfumes de su cuerpo tan de cerca, tuvo el impulso -que reprimió- de acariciarse el pene mientras deslizaba su otra mano de los pechos al pubis de ella, susurrándole al oído cosas tiernas mientras le besaba el lóbulo de la oreja, hasta conseguir la erección necesaria para penetrarla con suavidad; sintió esa necesidad por que presagiaba por medio de una tenaz intuición que esa iba a ser su última oportunidad para hacerle el amor.
 Al recordar este hecho pudo discernir que estaba ante la demostración de una certeza que le situó ante los abismos de la incertidumbre, haciéndole recordar a un viejo amigo, quien tiempo ha le relató su sensación -pero eso no era ninguna alucinación- de encontrarse descendiendo suave y lentamente, sin estrépito, a través de una sima, en el fondo de la cual le esperaba la salvación o la condena, cuando, al serle diagnosticada una grave enfermedad, fue sometido a un tratamiento de varios meses de duración acerca del cual, no podía saber hasta transcurrido ese plazo de semanas y más semanas, si le había resultado efectivo o no había cursado ningún efecto en él, si había entrado en el grupo de los elegidos a quienes el fármaco ofrecía un extenso paliativo, o no. Su amigo le aseguró en aquella ocasión que sólo podía relajarse mediante esa visión de descenso suave y confortable, hasta que, transcurridos los meses, le fuese comunicado si había llegado al lugar luminoso y conocido de la vida o, por el contrario, a la oscuridad incierta de la muerte, y que esta sensación de ficticio bienestar era su única manera de conjurar la incertidumbre de su dilatada espera, haciendo que todo en su existencia, desde su entorno y otras relaciones, hasta su toma de decisiones o el ritmo que desease imprimir a su día a día, tuviese que orbitar en torno a este descenso incierto y lento, tan tranquilo como si estuviese cercano a la ingravidez. Al contrario que la experiencia que su amigo le narró, el movimiento vigoroso con que descendía la escalera inagotable, le ofrecía muestras de un rápido desenlace.
 Su cuerpo que hasta ese momento bajaba los peldaños con voluntariedad e ímpetu, comenzó a mostrar cierta asincronía, decelerando el paso, pasando de un peldaño a otro como si sus pies fuesen muy pesados, hasta casi quedar pegados a la huella de cada escalón, sus piernas comenzaban a flaquear como si no soportasen el peso de su cuerpo hasta que cayó rodando escaleras abajo al tiempo que, de manera violenta, se abrió la puerta del cuarto de baño y su mujer, alarmada y asustada pero armada con la necesaria sangre fría, se inclina sobre su cuerpo desnudo, tendido junto al bidé, mientras le toma el pulso y llama con el celular al servicio de emergencias.