Caminaba
por la vía pública rumiando pensamientos relativos a diferentes procesos
domésticos de carácter logístico, intentando dar un orden de prioridad a aquellos
asuntos de los que debía ocuparme, pues iba bastante mal de tiempo. Me
aventuraba, sin quererlo, en divagaciones, digresiones y especulaciones nacidas
de cada una de las cuestiones que pretendía organizar, sosteniendo en mi mano
un descongestionador nasal que acababa de adquirir en la farmacia. Por este
motivo se introducían los pensamientos acerca de la pesada rinitis que me
afectaba desde mucho tiempo atrás en todo el organigrama que pretendía
confeccionar y esquematizar, quedando todo en un maremágnum de atascado moco
que me incitaba a la inacción.
Una
mujer detuvo mi marcha para preguntarme si sabía dónde estaba la oficina de
correos del pueblo.
Me
detuve y repetí para mis adentros, como saliendo de un trance en el que el
mantra que lo indujo todavía reproduce su letanía: “No aplicar más de dos veces
al día y no más de cuatro días consecutivos”, advertencia que me había
enfatizado la farmacéutica como si me fuese la nariz -o quizá algo más grave-
en ello.
Pero
lo que pensé que se había reproducido en mis adentros, debió salir de mis
labios, aunque solo fuese como un leve susurro, a juzgar por la expresión que
marcó el rostro de la mujer; la cara que se pone cuando piensas que te topaste
con el loco del pueblo.
Hice
involuntario ademán de salir de mi mundo interior. El rostro de la mujer
cambió. Parecía decir que se había tropezado con un ensoñado, alguien
distraído, quizá artista, soñador… nada que ver con lo prosaico de mi mundo
interior, perdido entre pagos de facturas, compras, trámites burocráticos
inexcusables y cosas de ese tipo, todas ellas amasadas en un mortero con
desatascador nasal y rinitis aguda.
Dije
a la buena señora, preguntándole, como estrategia de claro disimulo, fingiendo
no haber escuchado: “¿Perdón…?”
Antes
de que ella me pudiese repetir la pregunta, unos cuatro o cinco metros delante
de mí, en la dirección que yo andaba, se estrelló contra la acera, emitiendo un
sonido breve y seco como de cráneo roto y dibujando a su alrededor una pequeña
nube de polvo, una jardinera, un tiesto rectangular de considerables
dimensiones.
Miré
hacia arriba buscando el balcón desde el cual, el presunto asesino me lanzó su
arma arrojadiza, sin tener en cuenta que, en el momento que la soltaba de sus
manos, la mujer me detendría, frustrando su plan al no llegar a cruzarse
nuestras trayectorias; fatídico encuentro que habría supuesto, como mínimo, la
ruina de mi sombrero de fieltro, que habría quedado muy deteriorado y manchado
en su interior de pegajosos sesos triturados.
No
vi a nadie, ni la cola de ningún diablo escabulléndose de un balcón a otro. En
un balcón de una vivienda deshabitada faltaba una de las jardineras que adornaban,
vacías, la parte exterior de la baranda.
Está
claro, pensé, el temporal de viento que nos sacudió días atrás debió afectar de
algún modo la sujeción y buena estabilidad del rectangular recipiente de cemento
pretensado, cayendo en este momento… Dije pensando en voz alta: “A veces la
música del azar interpreta melodías alegres; tristes en otras ocasiones; o solo
nos brinda una advertencia. Permítame que le diga a usted que, hace escasos
segundos, gracias a su intervención, la partitura que habría musicado mi réquiem
se quedó solo en un himno a la alegría para festejar la vida.
La
mujer, que, estando de espaldas y no habiendo reparado en el sonido del tiesto
al caer, se mantuvo ajena al suceso, se llevó el índice a la sien, girándolo y
siguió su camino pasando de mí por completo. Preguntó a otro transeúnte por la
dichosa (y tanto) oficina de correos.
Quedé
mirando como se alejaba, menuda, algo desaliñada y con pasos rápidos y cortos,
casi saltando como andan las palomas. Por ninguna costura de su chaqueta se
intuía que estuviesen plegadas sus alas de ángel brotando de sus omóplatos.
Lo leí con agrado, me quedé pensando ¿Quien salvó a quien? si él hubiera caminado un poco más rápido, lo habría detenido antes. Muy buen relato, "mi requiem quedó solo en un himno a la alegría. Saludos Luis
ResponderEliminarHola María. Sí... También podría haber pasado que la mujer y el hombre se hubiesen encontrado, por que él hubiese andado algo más rápìdo, justo donde aterrizó el macetero...y entonces doble obituario... el azar es imprevisible, si no, no sería azar ni nada....Sí aquel famoso meteorito no hubiese impactado, sólo hubiese pasado cerca, lo más seguro que nuestras almas todavía se desperezarían dentro del cerebrote (a la vez que cerebrito) de un dinosaurio... En fin...Un saludo a ti también!
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