jueves, 1 de febrero de 2018

Oasis y desierto


Oasis y desierto.
Tantas veces viniendo a esta sala de tratamiento y todavía no había reparado en la lámina enmarcada que adorna la pared frente a mí. Quizá sea así por que nunca me había sentado en esta butaca, en oposición frontal al cuadro, donde hoy tomo mis notas.
Muestra un pequeño oasis de vida -es una foto aérea-, palmeras agrupadas y arracimadas en una extensión que, sin ser pequeña, resulta ínfima, perdida en la vastedad de un desierto inmenso; estéril arena donde no se observa ningún signo de vida. Del conjunto central de vegetación se ramifican tres brazos, como si este embrión vital luchase por expandirse, sin conseguirlo demasiado.
Me representa, en cierto modo, la imagen de muchos de quienes estamos aquí con determinada periodicidad para recibir el tratamiento prescrito.
Todavía estamos en el oasis y esta imagen, esta fotografía, no deja de ser una invocación al aliento. Me resulta relajante. En el fondo todos somos eso: nada más que un pequeño oasis de vida cuyo camino hacia la extinción comienza desde el mismo momento que nacemos. Más allá del oasis, breve y finito, solo hay arena infinita como la eternidad, pienso… y así queda anotado.
Precisamente el día que salí de la sala de tratamiento, tras haber anotado mis reflexiones sobre el oasis y el desierto, fui abordado por dos mujeres, muy aseadas y vestidas con discreta elegancia, que me ofrecían un folleto y me hablaban de que había que extender el amor que Él profesaba por nosotros, con sentimiento y vocación de universal fraternidad, con la intención de crear un mundo mejor.
Escuché con atención y mordiéndome la lengua para no interrumpir el sermón que de manera educada y amable, me regalaba la mujer, que seguía ofreciéndome un folleto de una iglesia evangélica que yo no tomaba.
Cuando terminó su sermón -que antes ya resumí- se disponía a informarme -parece ser que tomó mi escucha educada como una aceptación de sus bases- de que había una reunión, a tal hora, tal día, en tal lugar… Entonces si que la corté.
Hete aquí, que mientras ella había hablado, yo habíale observado de arriba abajo, constatando que la aseada chaqueta con que se abrigaba estaba fabricada por una conocida firma textil que esclaviza niños -y mayores- en Asia para poder vender ropa como churros a precios muy competitivos y , de paso, ya que estamos, amasar una de las más grandes fortunas de nuestros días. Le dije:
Permítame mostrar mi total desacuerdo con usted.
En mi opinión, de amor vamos bien servidos. Salvo excepciones, todo el mundo profesa amor hacia sus seres queridos y entorno más próximo. Cierto es que ese amor no se extiende a la totalidad de los seres humanos. Pero, permítame que discrepe de los ínclitos teólogos que usted me referenció anteriormente. No es por que no escuchemos o sigamos las directrices que Él nos indica. La solución a este dilema está en la chaqueta que usted lleva puesta.
Así que menos amor de boquilla y más colaboración activa en luchar contra la explotación infantil, por ejemplo. Esto, pienso, sería más fructífero para construir un mundo más justo que Él parece no conseguir… ni usted tampoco.
La mujer puso cara de póquer…
Le tendí la mano y, respetuoso, seguí mi camino, pensando en cómo cuidar los oasis ínfimos entre la vastedad de arena inerte…

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