Otra
vez me ha pasado. Me refiero a aquello que ya esbocé en mi nota “Persecución”,
como si hubiese concatenaciones de sucesos, como si pasase algo y, acto
seguido, ocurriesen otras cosas que siguen su estela. Ahora que estoy
escribiendo en mi cuaderno de notas manuscritas recién ocurrido este fenómeno,
en el caso de hoy, de ahora mismo, particularmente, guardo más la impresión de
que aquello que he reflexionado se hubiese propagado más allá de mi pensamiento
y hubiese llegado al discurso, o la reflexión, de terceros, aplicándolo a sus
historias particulares. Tontas comidas de coco… que son objeto de la siguiente
casualidad:
Esta
mañana estuve en una sala de espera y, como tal, esperando la consulta del
médico. Había mucha gente, muchos corrillos hablando entre ellos, con caras de
mutua conmiseración solidaria terminal (o quizá no tanto, tan terminal). Iba
solo, así que me senté lo más alejado que pude de los corros para evadir la
espesura del ambiente, como queriendo ampliar mi campo de visión más allá de la
consulta del oncólogo radioterapéuta.
Encontré
un asiento solitario frente a un pilar que tenía, adornando su superficie, una
lámina enmarcada que exhibía el perfil de un enorme rostro de piedra. Creo que
se llaman Moáis… o algo así estas misteriosas esculturas de la Isla de Pascua.
Tras de este rostro se observaban otros, desenfocados, formando un semicírculo.
Todos parecían mirar un punto fijo que les era concéntrico. En la lejanía se
veía el océano.
Saqué
mi cuaderno de notas y apunté: “Los rostros de piedra no pueden evitar mirar a
otro lugar más allá del pequeño horizonte donde su visión ha quedado retenida,
como un mecanismo atorado que no les permite mirar el horizonte marino e,
incluso, más allá, donde habitan los sueños, esperanzas, proyectos… Quizá
cuando se acaban estas miradas, ya te estás muriendo un poco por dentro…”
La
anotación seguía, cavilando sobre las miradas de piedra fijas y sus
consecuencias en otros ámbitos, y sobre aquellos que, siendo gente corriente,
les dan pábulo para que estas miradas fijas en la iniquidad, muchas veces
legal, existan sin problema…pero esto ya no viene al caso que estoy contando
ahora.
Esta
tarde salí a pasear al perro y me sorprendió copiosa lluvia. Me refugié en una
terraza de un bar que está techada y con paredes de plástico, tiene estufa, se
puede fumar y pueden estar los perros… Genial. Pues me tomé una cerveza.
En
la terraza solo una pareja, en el otro extremo, compartían conmigo la estancia.
Hablaban en voz baja, yo miraba las gotas deslizarse por la pared de plástico y
mi perro se sacudía el agua bajo la mesa que ocupábamos.
Entonces
el hombre eleva la voz y le dice a la mujer con tono admonitorio: “Hay dos
maneras de mirar, así: (y colocaba sus manos en forma de flecha que dirigía a
un punto concreto) y así: (y juntaba las palmas a la altura de la muñeca
moviendo la estructura resultante como si fuese una antena parabólica buscando
extraterrestres)”. Hizo una pausa escrutando el rostro de su pareja, como
viendo si se había hecho entender. Ante un diagnóstico negativo, continuó:
“Cuando algo te mosquea, no eres capaz de ver la situación en su conjunto, sino
solo aquello en lo que te has quedado pillada y que afecta a tus convicciones y
principios. ¡Ya podrías expandir un poco tu altura de miras!
La
mujer se quedó pensativa, parecía molesta, su cara comenzó a contraerse, su
ceño se fruncía conforme digería las palabras y movimientos de manos escuchadas
y vistos, y el ácido resultante de tal digestión parecía corroerle las entrañas
por dentro. Los puños se contrajeron sobre la mesa mientras su rostro
enrojecía. Todo parecía apuntar a una explosión.
Me
mantuve expectante con disimulo, alerta por si algún tipo de arma arrojadiza,
esquivada por el hombre venía en mi dirección. Pensaba qué cosa sería ese
principio inexpugnable ante el que la mujer era incapaz de ofrecer una óptica
más abierta; pensaba en los Moáis de piedra incapaces de mirar más allá del
punto fijado por los Rapanuis que los construyeron.
Fueron
unos segundos de inquietante intriga, con los reflejos alerta. En cierto modo,
lo disfrutaba como si fuese el momento culminante de un thriller que has visto
durante un buen rato. Por fin se produjo el desenlace de este cuento.
La
mujer, tras estos instantes en los que la cólera parecía haberse apropiado de
ella por completo, estalló en una carcajada y le gritó a su presunto marido:
“¡Pues lo mismo haces tú con tu polla y no digo yo na!”
El
hombre rió de manera natural; disimulé de mala manera una carcajada igualmente
espontánea. El hombre, al advertir mi risa, me miró algo turbado. Puse cara de
circunstancias, en concreto de una circunstancia que venía a decir cosas así:
“No me interesan tus problemas sexuales… directa la chica, ¿eh? ...”
Esperé
a que se fueran, cosa que hicieron a los pocos minutos, tras volver a charlar
de manera íntima e inaudible, para apuntar esto en mi cuaderno. Pensaba que, si
me veía el hombre tomar notas recién sufrida su pequeña humillación, igual se
enfadaba de verdad y me parecía un poco invasivo… poco respetuoso.
Durante
el tiempo que todavía estaban ahí, acaricié mi perro entre sorbos de cerveza,
mientras todo esto que acabo de escribir se ordenaba en mi cabeza.