De
buena mañana me desperté con la sensación de haber recibido un golpe en la
frente. Justo cuando estaba soñando que llegaba a una paradisíaca isla en la
que iba a instalarme durante mucho tiempo, alejado de toda rutina, preocupación
y tarea, en compañía de mi amada compañera. Como decía, un fuerte golpe en la
cabeza me devolvió a la realidad.
Fue
el despertador que saltó sobre mí para decirme que debía levantarme. Al mismo tiempo
que abría un ojo con soberana frustración por alejarme del paraíso, pude ver,
por el rabillo de éste, como el reloj volvía a su lugar habitual en la mesilla
de noche. Este era, sin duda, el final del sueño; así había vuelto a la
realidad, pensé. Sin embargo, todavía sentía en mi frente el eco de haber sido
golpeado.
Me
levanté. Nada que reseñar hasta el momento que encendí la tostadora e introduje
dos rebanadas de pan de molde en la ranura.
Al
cabo de pocos minutos, fueron eyectadas con tal virulencia que se estrellaron
contra el techo. Como además se habían quemado -había presumido su
carbonización al percibir cierto olor a chamusquina mientras preparaba el café,
sin que me diese tiempo a reaccionar- al golpearse se quebraron en pedazos; una
lluvia de carboncillos de pan.
Cogí
la escoba y barrí el desaguisado producido en el suelo. En ello estaba cuando
la cafetera explotó. Se habrá taponado o atorado la válvula de seguridad y,
como la llené demasiado de café muy apretado, habrá cogido demasiada presión y
reventado por ello, pensé esta vez…
Por
suerte me pilló la explosión alejado de la hornilla, evitándose, por este azar
-segundos antes estaba barriendo frente a ella-, lesiones y que algo de mi piel
se escaldara.
Ante
tanta anomalía decidí irme a desayunar al bar y limpiar a la vuelta este nuevo
estropicio, ya con mejor humor y salido del ayuno.
Me
vestí, pues todavía andaba en pijama y pantuflas.
Al
vestirme con un suéter de lana cierta presión me atenazaba bajo la nuez, como
si el cuello de cisne del jersey me apretara demasiado, se contraía y dilataba
levemente, esa era mi impresión, haciendo que sintiese, por momentos, el pulso
en la yugular. Esta desagradable sensación fue breve. La lana que se encoje
tras el lavado. Era evidente.
Calé
en mis pies mis mejores botas de invierno. Éste estaba resultando de lo más
frío. Unas botas de sólido cuero que se anudaban con gruesos cordones por
encima del tobillo.
Volví
a la cocina para tomar un vaso de agua antes de salir a desayunar para después
limpiar la cocina que estaba hecha un asco.
Frente
al fregadero, con mi vaso de agua en la mano, escuché un leve ruido, como de
movimientos en el interior de la nevera. Quise acerarme a ella para ver de qué
se trataba, pero mis botas de gruesa y rígida suela se habían adherido al piso.
No podía mover los pies a pesar de realizar grandes esfuerzos intentándolo; tan
solo pude girar mi tronco para poder observar la nevera que quedaba a mis
espaldas sin llegar a comprender en absoluto qué estaba pasando.
Con
una torsión total de mis caderas vi, estupefacto, que la nevera se abría. En
ese mismo instante, quedando todavía más atónito, la campana del microondas
comenzó a sonar sin pausa. Giré el cuerpo en la dirección en la que se
encontraba este aparato, viendo que también su puerta se abrió. Del frigorífico
salió la docena de huevos que tenía guardados y marcharon, rodando con cuidado,
en dirección al microondas, trepando después, deslizándose sin que la fuerza de
la gravedad les afectase, por la superficie del mueble de cocina, hasta
introducirse en él. La puerta de ambos electrodomésticos, nevera y microondas,
se cerró con estrépito y el horno entró en funcionamiento a la máxima potencia.
No
entendía nada. Mis pies seguían clavados al piso y el vaso de agua se deslizó
entre mis dedos cayendo al suelo y estallando. Me agaché, con un sudor frío
recorriendo mi espina dorsal, para intentar sacar los pies de las botas
desanudándolas. Los cordones eran como gruesos alambres de acero imposibles de
manipular. Al tiempo que intentaba retorcer el acero de los cordones sin éxito,
comenzaba a asfixiarme el cuello de cisne de mi suéter; me estrangulaba, por lo
que abandoné mi actividad de intentar liberarme de las botas y me concentré en
tirar con mis manos del cuello del jersey para evitar la opresión.
En
este aturdido estado me encontraba cuando el microondas explotó, abriéndose su
puerta con violencia y proyectando un mejunje de huevo por toda la estancia,
salpicándome de manera repugnante y dejando toda superficie en derredor mía
igual de asquerosamente salpicada. Los armarios donde vasos y vajilla se
hallaban guardados también se abrieron y comenzaron a escupir su contenido.
Esquivaba
los proyectiles, vasos y platos, sin poder mover los pies. Un tazón impactó en
mi pecho dejándome muy dolorido. Mientras esquivaba la vajilla, un pollo, que guardaba
entero en la nevera, salió de ésta y se fue caminando insolente en dirección al
microondas. Se metió dentro de un salto y la máquina comenzó de nuevo a
funcionar.
Toda
la vajilla se encontraba en el suelo reducida a escombros. Pude descansar de
esquivar los proyectiles, pero el cuello del suéter comenzó a cerrar sus garras
sobre mi gaznate de nuevo. El lavaplatos se puso en marcha y una ingente
cantidad de agua salía tras la puerta entreabierta. Parecía que la cocina fuese
a inundarse en poco tiempo. Sin darme tregua mis pies comenzaron a caminar. No
era yo quien los dirigía, sino mis botas. Se marchaban con mis pies dentro y
toda mi persona sobre ellos. Si intentaba no seguir sus pasos, caía al suelo,
debido a que las botas, con gran fortaleza, seguían su camino. Me veía entre un
fango de huevo, vidrios, café, pan carbonizado y agua al que se unió el pollo,
que también fue escupido por el microondas tras volver a explotar; un revoltijo
de pellejos, carne, huesos y sangre medio cuajada.
No
tuve más remedio que seguir los pasos que marcaban las botas. Todo intento de
oposición resultaba infructuoso y desagradable; el cuello de mi jersey
comenzaba a sofocarme de modo porfiado si me resistía… además.
Atravesé
el salón en dirección a la puerta de mi casa. Parecía estar tranquila esta
habitación. La televisión se encendió y el equipo de sonido surround del home
cinema también. En la pantalla de plasma de última generación un hombre
sonriente me ofrecía un plan de pensiones. Por el equipo de sonido su voz sonaba
atronadora. Hablaba de todos los regalos que me harían si contrataba ese
producto financiero. Mis botas se detuvieron frente a la enorme pantalla, y yo,
inevitable y sumisamente, con ellas. El hombre sonriente desapareció de la
escena y la imagen de una playa paradisiaca ocupó su lugar. Atronaba una banda
de reggae incitando al disfrute caribeño en el que solazarse con desenfreno.
Escuché, lejano, pero acercándose, el sonido inconfundible de la aspiradora. Se
colocó delante de mí y comenzó a oscilar su anillado tubo como si fuese una
cobra ante un encantador de serpientes. Pensaba que ya todo terminaba y que la
aspiradora daría dos vueltas con su tubo sobre mi cuerpo, como una auténtica boa
constrictor anulando su presa. Pero no fue así. Mis botas volvieron a caminar.
Salí
de la casa y fui conducido por ellas hasta mi automóvil. La portezuela se abrió
y fui obligado a meterme dentro.
El
motor rugió sin necesidad de darle al contacto. Mi bota izquierda pisó el
embrague y de manera automática entró la primera velocidad.
Un
increíble juego de mis botas y el cambio de marchas que funcionaba solo,
hicieron que cruzase la ciudad a gran velocidad. Sujetaba con las manos el
volante, pero era el carro el que manejaba de manera automática con precisión,
sin infundirme ningún temor a colisionar.
Intentaba
de manera infructuosa, accionar la palanca del cambio hacia el neutro. Se
mantenía inamovible en la sexta velocidad, circulando ya por una autovía. Mi
cuerpo se encontraba adherido al asiento, con el cinto de seguridad
oprimiéndome fuertemente el pecho. Apenas me podía mover.
Algunos
autos, más potentes que el mío, me adelantaban. Podía ver las caras
desencajadas de sus ocupantes y sus muecas aterrorizadas.
En
mi caso, estaba disfrutando del viaje. Pensaba: “Verás, ahora me despertaré en
la playa con mi chica y este cuento terminará de una forma trillada y tópica:
estoy en la playa paradisiaca, feliz, amodorrado en la tumbona soñando con la
dura realidad de mi casa, levantándome para realizar las actividades cotidianas
que me dan sustento. Habré tenido un sueño que flipas y eso es todo…” Así que
me mantenía tranquilo, disfrutando.
Por
el estéreo del coche comenzó a sonar Help, de los Beatles.
Help!!!
I need somebody
Help!!!
Not just anybody
Help!!!
You know i need someone
Heeeeeelp!!!!!
Sonaba
fuerte el volumen y comenzaba a divertirme de lo lindo.
El
automóvil redujo la velocidad y tomó una salida de la autovía. Muchos coches
delante de mí también la tomaban y vi por el retrovisor que quienes venían
detrás tabién lo hacían.
Los
vehículos que circulaban en sentido contrario se incorporaban, desde su lado,
al mismo itinerario.
Se
formó una procesión de autos circulando lentos por una carretera secundaria…
estruendo de cláxones desesperados sonando. En mi estéreo seguían cantando Help
los Beatles en modo repeat.
Abandonamos
la carretera secundaria para entrar en una pista forestal. Conocía el lugar;
esto no pintaba nada bien: la pista terminaba en un precipicio; algo parecido
al final de la película Thelma y Louise.
Momentos
antes de precipitarme al vacío, en el interior de mi coche, adherido al asiento,
oprimido por el cinturón de seguridad, y sin poder mover el pie dentro de la
bota del acelerador comencé a inquietarme, pues no me despertaba en la playa
gozando… Suspiré, pensando si esto es lo que el tener puede ofrecer al ser
cuando se tiene más que se es. Veía como otros carros caían alrededor mío, como
una lluvia de chatarras inútiles, y escuchaba el estruendo de las carrocerías
impactando contra las rocas.
Solo
podía pensar que jamás habría imaginado que éste sería el apocalíptico final de
la humanidad.